"El colectivo equivocado"

 Sofía no era de esas personas que improvisaban. Su vida era un mapa perfectamente trazado, con horarios ajustados y cero margen para los imprevistos. Pero ese día, por culpa del apuro, se subió al colectivo equivocado.

Lo notó recién cuando las calles empezaron a parecerle desconocidas. Miró el cartel digital que marcaba los próximos destinos y sintió una mezcla de frustración y pánico. "Perfecto, ahora voy a llegar tarde", pensó. Se levantó para tocar el timbre y bajarse en la siguiente parada, pero antes de llegar, el colectivo frenó de golpe, y alguien detrás de ella terminó chocándola.

—¡Uy, perdón! —dijo una voz masculina, mientras la ayudaba a no caer.

Sofía giró con el ceño fruncido, lista para soltar un comentario ácido, pero lo que encontró fue a un tipo con una sonrisa desarmante y un buzo rojo que decía "Todo mal, pero todo bien".

—No pasa nada —respondió, todavía irritada, pero con un dejo de curiosidad.

—¿Te bajás acá? —le preguntó, notando su intención de tocar el timbre.

—Sí, me subí al colectivo equivocado.

Él sonrió otra vez, esa clase de sonrisa que parece venir de alguien que nunca se toma nada demasiado en serio.
—Bueno, bienvenida al error más lindo del día.

Sofía no supo si reír o rodar los ojos, pero decidió no contestar. Cuando bajaron, el tipo siguió caminando a su lado, como si el destino también lo hubiera puesto ahí.

—¿Sabés dónde estás? —preguntó él, con un tono de diversión.

—No. ¿Vos sí?

—Tampoco. Pero te puedo acompañar mientras lo descubrís.

Ella lo miró, desconcertada. En cualquier otro momento, habría cortado la conversación ahí mismo. Pero había algo en su actitud relajada, en esa manera de hablar como si el mundo fuera un lugar sin urgencias, que la intrigó.

Empezaron a caminar por calles que ninguno de los dos conocía, hablando de cosas triviales. Él le contó que se llamaba Martín, que era diseñador gráfico y que le encantaba perderse en los lugares más insospechados de la ciudad. Ella, más reticente al principio, terminó confesándole que su rutina a veces la asfixiaba, que siempre sentía que estaba corriendo detrás de algo que nunca llegaba.

—Capaz necesitabas este error para frenar un poco —dijo él, mientras pateaba una piedrita en el camino.

—Capaz. —Sofía se sorprendió a sí misma sonriendo.

La tarde pasó sin que se dieran cuenta. Descubrieron un café diminuto en una esquina, donde pidieron capuchinos y se quedaron hablando horas. Sofía, que siempre tenía un plan, un horario, un objetivo, se dio cuenta de que ese error le había regalado algo que nunca había buscado: una pausa, un respiro, y, quién sabe, tal vez a alguien especial.

Cuando llegó la hora de despedirse, Martín sacó un papel arrugado de su bolsillo y anotó su número.
—Por si alguna vez te volvés a subir al colectivo equivocado.

Sofía lo guardó, sonriendo. Y mientras tomaba el colectivo correcto de vuelta a su casa, no podía evitar pensar que, a veces, los desvíos inesperados eran los que llevaban a los mejores lugares.

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