La pifié
Acá estoy, mordiéndome la lengua porque ya no queda más que callar. La pifié y ni siquiera puedo decir "no me di cuenta". Me di cuenta, y seguí igual. ¿Por qué? No sé, capaz porque a veces uno se piensa inmune a las consecuencias, como si el mundo fuera a esperarte con aplausos después de hacer cualquiera. Spoiler: no te espera nadie, pa.
Fue un segundo, nada más. Un segundo donde podría haber frenado, donde podría haber dicho “mejor no” o “mejor después”. Pero no. El cerebro en mute, el orgullo a mil, y ahora estoy acá, con la resaca emocional de haber hecho todo mal.
No me da vergüenza contarlo, porque todos la pifian. Lo que me mata no es la pifiada, es la consecuencia. Porque cuando la cagás y solo te afecta a vos, bueno, bancátela, maestro. Te encerrás en tu cuarto, te peleás con tu reflejo y al otro día salís. Pero esta vez no fue solo conmigo. Esta vez alguien más salió lastimado. Y cuando lastimás a alguien que no lo merece, ahí sí que la culpa se vuelve un ancla. No importa cuántas veces te digas "ya está, no puedo hacer nada", igual la cabeza sigue girando.
Y te das cuenta de que el "perdón" no alcanza. Porque el perdón, dicho así nomás, es barato. Lo decís con la boca, pero si no lo decís con el cuerpo, con los actos, no sirve para nada. La gente no quiere escuchar "perdón", quiere ver que te hiciste cargo. Y yo, por ahora, estoy tratando de hacerme cargo. Pero no es tan fácil. Porque para hacerte cargo, primero tenés que mirarte de frente. Y hay días en los que preferiría no hacerlo.
No sé si te pasó alguna vez, pero hay un momento exacto donde te cae la ficha. No cuando la cagada ya está hecha, sino un rato después. Estás haciendo cualquier cosa, doblando la ropa o lavando un plato, y de golpe ¡pum! Se te aparece la imagen de lo que hiciste, así, en 4K. Y no podés cambiar de canal. Te quedás mirando la escena, queriendo meter la mano en la pantalla para arreglarla. Pero no hay botón de rebobinar. Lo que hiciste, hiciste.
Lo más loco es que no importa cuánta gente te diga "no te castigues tanto". Te castigás igual. No porque te guste sufrir, sino porque sabés que te mandaste una. Es como querer pagar una deuda que ni siquiera te están cobrando. Y ahí es cuando entendés que la única forma de salir de esa jaula es hacer algo distinto. No sirve quedarse a vivir en la culpa, pero tampoco sirve hacerse el gil y seguir de largo.
Entonces llega ese momento en el que te mirás al espejo y te hablás en voz alta. "¿Qué vas a hacer ahora, campeón?" Porque ahí está la posta, ahí es donde se define todo. No se trata de borrar la pifiada, porque algunas no se borran nunca. Pero se trata de demostrar que no sos solo el error que cometiste. Se trata de caminar distinto, de aprender, aunque sea a los golpes.
Y ahora, ¿qué hacés? Porque pedir disculpas está bien, pero, ¿y después qué? El perdón es fácil de decir y difícil de sostener. Podés decir "no va a pasar de nuevo" y que suene lindo, pero la posta es demostrarlo. Y ahí está el quilombo. Porque no siempre sabés cómo hacerlo. Querés cambiar, pero no sabés por dónde arrancar. Te sentís como un perro corriendo la cola, girando en círculos y cada vez más cansado.
No soy de los que se dan discursos motivadores, pero hay algo que entendí con el tiempo: nadie sale ileso de la vida. Todos la pifiamos. Todos. No hay forma de pasar por esta sin embarrarte los pies. Pero la diferencia está en lo que hacés después de salir del barro. ¿Te quedás sentado limpiándote las zapatillas o seguís caminando con la mugre encima? Porque, si me preguntás a mí, prefiero caminar sucio antes que quedarme parado.
No soy la cagada que me mandé. No soy ese segundo de mierda en el que me equivoqué. Soy todo lo que hago después. Y eso, eso sí lo puedo elegir.
Comentarios
Publicar un comentario