La casa del lago

Era una tarde perfecta. El sol apenas acariciaba el agua, pintándola de naranjas y rosas que parecían sacados de una postal. Estábamos en ese lugar del que me habías hablado tantas veces, la casa del lago de tus abuelos, con las ventanas grandes y el muelle que se estiraba hacia el horizonte. Vos estabas sentada al borde, con los pies chapoteando en el agua, y yo, como siempre, no podía dejar de mirarte.

Habíamos llegado temprano, cargados de bolsas con comida, una guitarra vieja y una manta que vos insististe en llevar “por si refresca”. Y ahora estábamos ahí, en silencio, disfrutando de esa paz que sólo existe cuando estás con alguien que te entiende sin decir nada.

—¿Te acordás de la primera vez que hablamos? —dijiste de repente, girando para mirarme.
—Claro que sí. Vos me corregiste una palabra como si fueras la dueña del diccionario.
Te reíste, esa risa que siempre me hace pensar que todo vale la pena, y volviste a mirar el agua.
—No sabía que me ibas a gustar tanto —murmuraste.

No supe qué decir. A veces las palabras sobran, y ese era uno de esos momentos. Así que me acerqué, te abracé desde atrás y apoyé mi barbilla en tu hombro. Olías a sol y a verano, a todo lo que quiero guardar para siempre.

La tarde se fue apagando y encendimos un fuego pequeño cerca del muelle. Cantaste una canción desafinada mientras yo tocaba la guitarra. Las estrellas empezaron a salir de a poco, como si el cielo nos estuviera regalando un espectáculo privado. Me acosté en la manta y vos te recostaste al lado mío, con la cabeza apoyada en mi pecho.

—Esto es perfecto —dijiste, con los ojos cerrados y una sonrisa que me desarmó.
—Sí, lo es.

Y en ese momento, justo cuando pensé que nada podía ser mejor, el despertador sonó.

Abrí los ojos de golpe, y el techo de mi habitación me devolvió a la realidad como un baldazo de agua fría. La casa del lago, el muelle, tu risa... Todo había sido un sueño. Un maldito sueño tan real que todavía sentía el olor a humo y el calor de tu cuerpo al lado mío.

Me quedé ahí, mirando el techo, tratando de retener cada detalle antes de que se esfumara. Y, por un segundo, deseé no haber despertado nunca. Porque en ese sueño, flaca, eras mía de verdad.

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