Domingo al medio dia

Es domingo al medio dia 
y ya sabés lo que viene:
el infaltable asado en lo de tus viejos.
Te levantás medio tarde,
porque la noche anterior se te fue de las manos
entre birras y charlas que no llevaban a ningún lado,
pero bueno, es domingo,
y en este país, eso significa carne a la parrilla.
Te lavás la cara,
te ponés lo primero que encontrás,
y salís de casa con las ojeras bien puestas.
El barrio está en silencio,
solo se escucha a lo lejos el sonido
de alguna radio que suena en una cocina,
y el aroma, ese aroma que ya te va preparando el estómago,
porque todos los vecinos están en la misma:
fuego, carbón y un costillar que se hace despacito.
Llegás a lo de tus viejos,
y ahí está tu viejo,
con la camiseta de Boca llena de manchas,
parado firme al lado de la parrilla
como si estuviera al mando de un barco.
Te saluda levantando la pinza,
porque no le da ni el tiempo para un abrazo.
La carne, ya sabés, no espera.
Te acercás,
tirás un par de chistes sobre el clima,
y te ponés a cebar mate,
porque si algo se sabe en esta casa
es que el mate y el asado
van de la mano como el Fernet y la Coca.
Tu vieja sale de la cocina con las ensaladas,
las de siempre:
lechuga, tomate y la infaltable de papa con huevo.
Vos te reís, porque no importa cuántos años pasen,
el menú es el mismo,
y aunque ya lo sabés de memoria,
siempre lo disfrutás igual.
El fuego va lento,
la charla también.
Tu viejo te cuenta las mismas historias de siempre,
esas que ya escuchaste mil veces,
pero hoy, por alguna razón,
te las bancás con una sonrisa.
Porque, en el fondo,
sabés que estos momentos son los que quedan,
esos que vas a recordar cuando falte el asador.
Pasan un par de horas,
y finalmente llega el momento que todos esperan:
la carne está lista.
Tu viejo corta un pedacito,
te lo pasa con la mano,
y vos lo agarrás sin decir nada,
porque no hace falta.
Lo probás y ahí está,
el sabor de la familia,
de los domingos que se repiten,
pero que nunca cansan.
Se sientan a la mesa,
la vieja reparte las ensaladas,
vos llenás los vasos con lo que haya,
vino, gaseosa o lo que pinte,
y todos se ponen a comer en silencio,
ese silencio cómodo,
que solo se da en las mesas donde la gente se conoce de verdad.
Después vienen los chistes,
las cargadas por el partido del sábado,
alguna que otra discusión política que tu vieja trata de calmar
con un “coman, que se enfría todo”.
Vos te reís, porque siempre pasa lo mismo.
Es el ritual del domingo,
la costumbre de juntarse,
de compartir lo mismo,
y de, por un rato,
olvidarse de todo lo demás.
Terminan de comer,
te tirás en la reposera,
el sol ya no pega tan fuerte,
y el viento suave te acaricia la cara.
Tu viejo prende la radio,
se escucha un tango bajito,
y vos cerrás los ojos,
porque todo está en su lugar,
como debería ser.
Y ahí, mientras el día se va apagando,
entendés que los domingos,
con todo su asado, su rutina y sus historias repetidas,
son esos días que te llenan de una forma
que no te lo da nada más.

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