Monte Comán es el pago, el lugar donde crecí, y no lo cambio por nada. Es un pueblito ferroviario con más historia que cualquier libro de texto. Acá, los trenes eran el alma, los que movían la vida de todos. Ahora no pasan, pero el espíritu sigue ahí, en cada piedra, en cada riel oxidado que quedó como recuerdo de lo que fuimos.
Acá somos simples, pero con una fuerza que no necesita más adornos. Monte no se anda con vueltas. Es directo, como su gente. Somos pocos, pero bien unidos, siempre tirando para el mismo lado. Y eso, en estos tiempos, vale oro.
Caminar por las calles es como volver a casa después de un viaje largo. Todo es conocido, todo es familiar. Las calles de tierra, las veredas donde los pibes se juntan a jugar al fútbol, las doñas charlando en la puerta de sus casas… Esas cosas que capaz en otro lado ya se perdieron, acá siguen vivas.
La vieja estación de trenes, aunque ahora más callada, es el símbolo de todo lo que somos. Ahí se despidieron generaciones enteras, ahí se esperó con ansias la llegada de los que volvían. Es parte de nuestra identidad, un pedazo de historia que no se olvida.
 Un pueblo donde el tiempo corre distinto. No tenemos esa locura de las grandes ciudades. Acá la vida se vive con calma, se disfruta. Un mate con amigos en los pioneros o San Expedito, un asado los domingos con la familia, esas son las cosas que importan. Y cuando cae el sol, el cielo se tiñe de colores que no se ven en ninguna otra postal. Es en esos momentos cuando uno se da cuenta de lo afortunado que es de vivir acá.
Monte Comán es mi lugar en el mundo. No importa cuántos kilómetros recorra, siempre sé que voy a volver. Porque acá está mi gente, mis raíces, lo que realmente importa. No necesito más que esto, un pueblo que me vio crecer, que me dio todo, y al que le debo lo que soy.

Comentarios

Entradas populares